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Evangélicos en un "país de violadores": nuestro rol contra la violencia

Por Alejandro Rivas

Publicado: 2017-10-26

Por Alejandro Rivas

Cuando trabajamos el problema de la violencia hacia las mujeres con poblaciones evangélicas solemos utilizar en nuestros talleres una vieja historia que aparece en la Biblia. La historia habla de una mujer llamada Tamar, ultrajada por su medio hermano, quien estaba “enamorado” de ella (2 Samuel 13). Los hechos más terribles que se describen en la historia, sin embargo, no ocurren en el acto mismo de la violación, sino antes y después de ella. Hay un violador -el hermano-, quien abusa de su confianza para engañarla; el violador tiene un amigo, quien fue el que preparó la emboscada; la escena se desarrolla en una casa, en la que los sirvientes, si bien están presentes, no dicen ni hacen nada; finalmente, el rey, el hombre de mayor autoridad, aun sabiendo el hecho, tampoco hizo nada, pese a ser el padre de Tamar.    

Mientras el taller avanza, hacemos énfasis en la responsabilidad que tiene cada persona en el relato. “¿Cuántos de nosotros hubiésemos ayudado a Tamar?”, es la pregunta. El ambiente se torna silencioso. Se lanza otra pregunta: “Creen que la historia de Tamar es una historia común en nuestra sociedad”. “Sí”, dicen algunos; los demás aún guardan silencio. Luego, profundizamos en la soledad de la víctima: “Cada uno tiene una responsabilidad”, afirma un participante. “Todos somos responsables de que estas cosas ocurran”, suele ser nuestra conclusión final.

Ser o no capaces de asumir la responsabilidad de nuestras acciones (o de nuestro silencio) cuando el otro es dañado es lo que está en juego cuando se nos invita a reconocer que el Perú es un “país de violadores”. “Yo no soy un violador, no me metas en esa etiqueta que desprestigia nuestro país”, es la respuesta de muchos que ven en la frase una mera generalización y, en la palabra “violador”, a un ser estigmatizado y despreciable en el cual no es posible reconocerse. Pero si analizamos la realidad con profundidad no debemos ser tan literalistas. 

La semana pasada abusaron sexualmente de una voluntaria durante el censo. ¿Cuáles fueron las reacciones ante este hecho? “Hubiera gritado”, afirma el perpetrador; poco después de la tragedia, un supervisor del INEI ofrece 1000 soles para que la víctima no diga nada; una ex congresista afirma: “fue un accidente, son cosas que pasan”; la Ministra de la Mujer, alguien que sabe que el Perú ocupa el tercer lugar con mayor índice de violaciones en el mundo, atina a decir: “nunca nos hubiéramos imaginado que esto pudiera suceder”. “Pero suave con los violines”, afirma un comentarista en la radio, “claro, porque te llevan allí al cuarteto (risas) (…) en todos los censos hay un polinizador (risas)”; pero también los ciudadanos (por lo general hombres), empiezan a pronunciarse por las redes sociales: “Se lo merece por estar molestando (…) seguro fue provocativa llamando la atención a sitios peligrosos, cada uno sabe a dónde se mete”; Otro ciudadano indignado, al acceder a una fotografía del violador con su pequeña hija en las redes sociales, comenta: “que alguien viole a la niña por favor”. Ninguna de estas personas son violadoras, es verdad, pero, al juzgar por sus actitudes, entonces ¿qué son?

En contextos de crisis, frente al sentimiento de sufrimiento e indignación, frente a la pasividad cómplice y el horror de la soledad de las víctimas, la palabra no solo puede, sino que DEBE emerger para golpear, para despertar, para transmitir la energía necesaria para hacer los cambios. Mostrar a la luz lo oculto, las verdades incómodas, las raíces de la violencia que se oculta en todos nosotros (sobre todo en los hombres), se convierte, pues, en un deber. No se trata solo de una cuestión intelectual, pues todos podemos revisar fría y calculadoramente las estadísticas, sin que estas por sí mismas logren involucrarnos con el problema; se trata, en realidad, de una cuestión de corazón. La frase “Perú, país de violadores” tiene una vocación profética y sería un error confundirla con una burda generalización: ésta, cargada de dolor, mordida por cada uno de los nueve monstruos de Vallejo, está diseñada para echar por tierra nuestras molestias y susceptibilidades, y acusarnos, sí, pero acusarnos con causa y fundamento. En una sociedad en la que las personas que me rodean son afectadas, yo también soy responsable, y es comprensible que esta idea resulte incómoda, pues ella perturba nuestra forma individualista de vivir la vida. Nuestra respuesta mínima e indispensable hacia esta expresión de dolor debe ser la comprensión y el silencio, aunque por supuesto ello no basta: es preciso el involucramiento.

De lo que se trata es que los ciudadanos y ciudadanas empecemos poco a poco a abandonar una lectura simplista de la violencia que reduce todo al violador o al asesino, o que limita lo violento al ámbito de la televisión o de lo policiaco. La violencia es cotidiana, vivimos inmersos en ella, sin importar el estrato social y aun sin percatarnos de ello. Debemos ser cada vez más conscientes de las fuentes estructurales de la violencia, cosa imposible sin un mínimo de conocimiento e información (algo que busca promoverse a través de una educación bajo un enfoque de género), y sin un mínimo sentimiento de solidaridad y con-pasión que nos hace sentir responsables por lo que ocurre a los demás.

Los ciudadanos evangélicos nos encontramos inmersos en este contexto y conviene valorar la importancia de nuestra actuación (o pasividad). Según CPI, más del 15% de la población en nuestro país es evangélica y ello debería advertirnos sobre las potencialidades de los creyentes evangélicos en la lucha contra la violencia. El panorama sigue siendo ambigüo. Ya en el 2004, el Ministerio de la Mujer advertía que “Frente a la ineficacia o ausencia de las redes sociales, la institución religiosa es la que proporciona motivaciones para denunciar o para continuar tolerando “estoicamente” la violencia” . Estudios pioneros y recientes sobre la violencia doméstica en los hogares evangélicos han demostrado que la violencia física y sexual hacia la pareja se reduce un poco si la comparamos con la sociedad en general, pero aumenta en el caso de la violencia psicológica hacia las mujeres. Por último, la guerra declarada hacia el enfoque de género promovida por el colectivo “Con Mis Hijos No Metas” ha supuesto a mi modo de ver un terrible retroceso. Más allá de las confusiones terminológicas que implica no saber diferenciar entre “género”, “enfoques de género” y la “ideología de género”, lo cierto es que la propuesta de un sector de instituciones evangélicas sigue siendo “opositivo” y no propositivo.

Pero frente a los defectos, la fe evangélica también posee virtudes. Las iglesias evangélicas constituyen espacios para la reconstrucción de identidades marginadas (Lecaros, 2016). El fenómeno religioso de la conversión elimina radicalmente variables asociadas a la violencia (como el uso del alcohol) o suprime casi totalmente expresiones de violencia directa como es el caso del acoso callejero. El despliegue territorial de las iglesias evangélicas, así como su vinculación con los sectores más pobres y alejados, constituye una plataforma idónea para la educación en una cultura de paz. Asimismo, organizaciones con identidad evangélica como World Vision, Paz y Esperanza y Fundación contra el hambre vienen aplicando la enfoque de género en sus proyectos sociales desde hace años. Actualmente, la Campaña Pacto 2021, impulsada por las instituciones evangélicas más representativas como el Conep, La Unicep y las Sociedades Bíblicas, viene sensibilizando y capacitando a las iglesias evangélicas en la prevención y atención de la violencia familiar y la violencia contra la mujer, no solo con un enfoque bíblico, sino también interdisciplinario.

Esto nos invita a desembarazarnos de apreciaciones, o bien prejuiciadas, o bien triunfalistas, sobre la religión. Para ganar la batalla contra la violencia necesitaremos de todos los actores y aliados posibles, lo que implica desarrollar una lectura crítica, compleja y realista sobre el fenómeno religioso. Un problema estructural como la violencia nos afecta a todos, seamos creyentes o no creyentes. Los valores evangélicos, centrados en la práctica de Jesús, forman parte también de las armas que tenemos para librar esta lucha.

El que esté libre de violencia que tire la primera piedra.


Nota importante: Quienes escribimos en el blog "El Profeta" somos evangélicos que emitimos nuestras opiniones según nuestras libertades de opinión, expresión y conciencia. Nuestra voz no representa al mundo evangélico ni a ninguna iglesia en particular.


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