¿Pactando con el Diablo?: Razones (y Contradicciones) detrás del ‘Fujimorismo Evangélico’
Escribe: Francisco Herrera Rose
La campaña presidencial de los noventa fue, quizás, la primera ocasión en la historia del Perú que vio a los evangélicos adquirir un protagonismo importante en la coyuntura política. A lo largo de este período se vislumbró lo que, en palabras de Vargas Llosa, significó una “exitosa movilización de las iglesias evangélicas en favor de Fujimori”.
Para entonces, este movimiento se encontraba en una etapa de crecimiento, y siendo que una porción mayoritaria de los feligreses se identificaba más con su convicción religiosa que con una clase social, un partido o una ideología, la representación que ellos exigían a nivel político debía ser la de un portador de su misma fe: el “hermano Fujimori”, le decían.
Importaba poco su inexperiencia o la falta de un programa político que lo acompañase. Bastaba con mirar su entorno, líderes evangélicos que se ensañaban contra el papa y la virgen, para identificarse con este carismático personaje. “El chino es la voz”, repetían, la voz de un segmento de la población que buscaba representación y el mismo reconocimiento que el Estado le daba a la Iglesia Católica, y que hoy parece no haber cesado de apoyar a Alberto Fujimori, aun con las traiciones, mentiras y delitos que han sobrevenido desde que le cedieron el mando.
¿Por qué un movimiento caracterizado por la prédica de serias convicciones morales, que se rige por preceptos bíblicos como la justicia y la misericordia, y que dignifica al hombre y a la mujer por ser portadores de la imagen de Dios, se identificaría con una persona que corrompió funcionarios y despojó al tesoro público de miles de millones de dólares, con el líder de un comando de aniquilamiento con un desprecio manifiesto por los derechos humanos, con un presidente que hizo de la mentira y de la persecución política su modus operandi, con un enemigo declarado de la democracia y el Estado de Derecho? La respuesta, a nuestro juicio, sigue siendo la misma: la búsqueda de representatividad.
Centrémonos, por un momento, en el decenio fujimorista. Están documentados su ruptura con los evangélicos que lo apoyaron en campaña y sus alianzas con el catolicismo, pero, valgan verdades, el conservadurismo de su gestión fue más político que religioso: un gobierno autoritario, militarizado, que se atribuyó un altísimo control de las instituciones pero que, frente a las masas, se mostró personalista y populista. Supo ganarse a los sectores populares, de donde emergía la creciente minoría evangélica, la cual, al margen de la deserción de sus representantes, guardaba en Fujimori la imagen del primer político que le otorgó una plataforma a sus intereses comunitarios.
Hoy la realidad política es distinta: el conservadurismo moderno de líderes globales como Trump y Putin es distinto del que proyectaron Thatcher y Reagan en los ochenta, el cual sirvió para modelar a líderes latinoamericanos como Fujimori. El modelo actual tiene un corte explícitamente moralista, y ve al reconocimiento progresivo de los derechos LGTBI como una amenaza al orden social. Su agenda global gira en torno a las persuasivas etiquetas “pro-vida” y “pro-familia”, sumándole a ello la más reciente cruzada anti-“ideología de género”, y su influencia sobre las masas religiosas es innegable.
El perfil del evangélico peruano también ha cambiado. Por un lado, lo podemos encontrar con mayor presencia en todos los estratos sociales. Además, ya no es un ciudadano al que le basta exigir al Estado el reconocimiento de su identidad religiosa, sino que proyecta políticamente sus convicciones morales. Ha terminado de consolidar su posición como un actor importante dentro del panorama político del país, y sus posturas radicales contribuyen a la existencia de un escenario profundamente polarizado, donde el universo político, básicamente, se divide entre progresistas y conservadores.
La identidad política del evangélico ya no se rige, pues, tanto por su militancia eclesial como por su adhesión a una corriente más grande (y, por tanto, políticamente más competitiva) que cohesiona a diversos movimientos motivados por una misma impronta conservadora, originando, así, fenómenos como un ecumenismo que promueve un pacto antes impensado con los sectores tradicionalistas del catolicismo. Fuerza Popular, heredera del capital político y del espíritu pragmático del albertismo, ha sabido adaptar el perfil conservador de su primer caudillo conforme al discurso moralista de estos tiempos.
La nueva inclusión de parlamentarios evangélicos y las manifestaciones de voto de representantes importantes del electorado protestante en las últimas campañas presidenciales evidencia que la mayoría de la iglesia continúa siendo fujimorista, sea un interés puramente político de impulso a la agenda del conservadurismo, o por una sensación legítima de afinidad con sus cabezas (ya sean el propio Alberto Fujimori o sus herederos). La representatividad, sea esta simbólica o personal, no ha dejado de ser un criterio importante para que el evangélico peruano apoye militante o pasivamente (vía votos) al fujimorismo.
¿Es justificable esta alianza, así sea por motivos puramente instrumentales? Para muchos de nosotros no lo es, porque no podemos conciliar la idea de un régimen dictatorial, violento y corrupto con los valores de integridad, solidaridad y justicia que el evangelio promueve, y porque no podemos comulgar con la idea según la cual “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”. Cuando hablamos de fe y de praxis política, más importante que el ser progresistas o conservadores es el resguardo de nuestra ética, y si estamos dispuestos a pasar por alto los delitos del fujimorismo para impulsar nuestros programas políticos, quizás deberíamos preocuparnos sobre las prioridades que rigen en el ejercicio de nuestra ciudadanía.